En mi criterio son muy pocas las empresas que comercializan langostinos, al menos en España, que hacen énfasis en resaltar la calidad de sus productos. Es difícil para un consumir normal identificar si está pagando por la calidad deseada y, además, tener garantía de que el producto no ha recibido tratamientos químicos para engordarlo y/o preservarlo (polifosfatos y sulfitos), o un glaseado excesivo. Las etiquetas no destacan lo suficiente la importancia de las certificaciones (Bio, ASC, BAP, MSC y otras) y las garantías que éstas ofrecen en la calidad de los productos tanto en la forma responsable de captura y/o proceso (sostenible) como en el cumplimiento de normas que garantizan la inocuidad del producto.
Igualmente estoy convencido que los minoristas que invierten o apuestan por diferenciar sus productos destacando la calidad y sostenibilidad provocan mayor grado de fidelización y, por ende, pueden rentabilizar mejor sus ventas. Un buen ejemplo son las cadenas como Wholefood Market, en EEUU, y la catalana Ametller Origen (España).
En la mente del consumidor está sembrado el concepto de sostenibilidad (origen, cercanía, natural, orgánico, sin gluten, etc.) y este público está dispuesto, sin duda alguna, a pagar un extra por ello. En el caso de los productores tenemos el ejemplo de las empresas Unima y Reynaud, con producción en Madagascar, que tienen generalmente vendida toda su producción y apuesta por un producto premium que se coloca en el mercado de quienes aprecian este valor añadido y pagan por ello. Cuando eres capaz de garantizar la frescura, sabor y respeto por el medioambiente puedes cobrar un merecido extra por ello. Es hora de que los consumidores que aprecian la calidad puedan comprar de forma fiable langostinos con buen sabor (sabrosos) y que se recompense a los agricultores responsables por el esfuerzo extra que implica garantizar esta calidad y el respeto por el medio ambiente.